martes, 23 de abril de 2019

solamente hasta allí

un poco más... abuela


Estoy durmiendo la siesta. Al despertar me quedo en la cama, dormitando. En el seno de un lugar que es refugio. Un lugar antiguo e íntimo.
No suelo venir aquí a menudo. Pero siempre retorno, de vez en cuando.
De niño mis abuelos me aportaban un lugar donde podía recuperarme. Yo estaba herido. Ya vine a la existencia tocado. Deprimido. Y en mi casa, la de mis padres, era todo... bastante caótico.
En el polo opuesto, por supuesto, estaban mis verdaderos padres. Mis abuelos. Mis padres me alimentaron, y me dieron la vida. Les estoy agradecido. Pero ¡eran muy caóticos! ¡Y yo estaba herido!
Necesitaba un refugio, y ese me lo proporcionaron mis abuelos.
En cierto sentido mis abuelos fueron más padres que mis padres.
Ni que decir tiene que ambos ambientes eran por completo distintos.
En casa todo era movimiento y estímulo. No se sabía nunca nada de seguro. Y sobrevivía. Nadie sabía que en mi interior habitaba eso que estaba enfermo.
“El oscuro pasajero”. Como el psicópata que dio inspiración a la serie “Dexter”.
Pero era un psicópata bueno. Había sucedido. Tan solo había sucedido. No es que nadie tuviese la culpa. Yo tenía la culpa si acaso. Pero yo era un niño pequeño.
Nunca me planteé...
Ya cuando me quise dar cuenta la enfermedad se había adueñado de mi vida.
Y para entonces, ya era tarde. Creo que hubiese sido tarde de todos modos. Es la vida. Las cosas suceden con precisión matemática.
Y el tapiz se teje con los colores de los que disponemos. Que suelen ser a menudo, pardos y térreos. 
Si acaso la sangre surge. Y a temprana edad, justo cuando toca, brota. Con el dolor justo y preciso como para que todo vaya situándose, creando el escenario, que recrea, eso que tenemos que vivir y absorber, para disolverlo en lo disoluto.
Para llegar de nuevo a crear. Si es que no quedamos atrapados en la magia del tiempo y los espacios.
Pues de espacios se considera que hablo.
Espacios en los que hallaba refugio. Refugios.
Si mis padres proporcionaban el estímulo que me permitía vivir, sin quedarme abandonado en un rincón. Forzado a seguir, a continuar, paso a paso, respiración a respiración, hálito a hálito.
Sin descanso. Para ir tantos años después, más allá de mí mismo.
Mis abuelos me dieron el espacio de lo sagrado.
El olor de lo lo antiguo y caduco. Pero con una razón de ser. Y con un olor, un olor que solamente pueden percibir los nietos. Que pese a que sabía a rancio, tal vez demasiado antiguo, era seguro.
Era el techo que cobijaba. Una tranquilidad, y un pensar de que llegado algún momento de la vida, tendría un lugar que podría llamar mío.
Pese a lo caótico de todo lo que giraba, ¡sin control!
Es cierto que llevaba una doble vida. Pero de qué otro modo ¡sobrevivir!
Era un modo como otro cualquiera. Lo que me sorprende es que no lo supiera nadie. Puedo pensar que las personas no pensamos demasiado.
Nos miramos a nosotros mismos. Y nos extraña que los demás tengan sus problemas, y no los nuestros.
Yo tenía un problema. El egoísmo. Yo creo que no era tanto un problema mío, como una coyuntura.
No tengo claro que yo exista, más allá de estas palabras que escribo. Pero ¿quién soy yo para saber tal cosa? Quizá alguien debiera certificar que yo estoy aquí.
Que existo. Y que soy visto. Pese a que nunca nadie supo que portaba ese “oscuro pasajero”.
Habitaciones de ventana cerrada, a lo oscuro y seguro.
Una seguridad de antiguo y caduco. Seguridad enfrentada al caos creativo que no te concede, nada. Más bien, en casa de mis padres se me ignoraba y se nos arrancaba; nos arrancábamos unos a otros los méritos.
Todo para poder tener un poco de alimento que nos permitiese vivir, a duras penas.
Tal vez yo estuviese herido. Puedo pensar que tal vez, me pasase algo.
Tal vez la herida.
Sojuzgo que algo de eso había. Herida. Me arrastraba por la vida.
Y solamente hallaba solaz en los rincones. Donde por suerte o por desgracia. Nadie me buscaba. Ni nadie me encontraba.
Y en esos espacios, húmedos y térreos, me tenía que consolar y lamer mis heridas.
Como mi perra, Linda. Me dejó. Con la promesa de que un día la encontraría.
Tal vez no aquí. Allá. Es decir, en otro lugar que no era éste.
Y a ese lugar voy. Se trata de eso. De que una y otra vez vengo y regreso a este espacio, del que no salgo. Tan solo puedo hacer que vivir aquí.
Donde me han dicho Mis Padres, que me quede. Y yo sumiso y obediente. Espero.
En medio del sustrato negro, de plantas y de rocío. Brotan lágrimas que no son lloradas. Son sentidas como una rama que se quiebra.
Yo me quebré. Y no quedaba nada. Ningún lugar a donde ir.
Pero recordé a mis abuelos. Y el dormitorio con su techo. Y ahora dormito aquí. Y no salgo, sino que dormito.
Y no puedo sino regresar una y otra vez a este espacio. Del que no puedo salir. Salvo para dar vueltas sobre mí mismo.
Húmedo, mojado. Con las sábanas mojadas de vergüenza. Cambiadas por el deber de una madre que con asco, cambia cada mañana el rastro de mi miedo.
Pero no me dice nada. Yo no existo. No me dice ni que está bien ni que está mal.
Nunca me dicen nada.
Y el oscuro pasajero crece. Cada día lo veo en mi interior.
Es un mago. Nadie lo ve. Los ninja, esperan a que surja, para avalanzarse. Es un juego. Un juego que me permite llegar a la siguiente esquina.
Para así poder jugar a que consigo llegar a la siguiente esquina. Y tan solo un poco más, hasta que caigo en la cama. Medio minuto. Antes de que me fuercen a regresar a la vida. 
Hay que salir a comer.
La pesadilla continúa.
Y yo solamente tengo no más que breves espacios, donde reina la humedad. Y una magia húmeda y arcana. 
Que sé que es mala.
Pero que me permite continuar. Un poco más. Tan solo un poco más.
Sin morir.




No hay comentarios:

Publicar un comentario